No hay caso. El mundo se confabuló para que mi pesa se quedara estancada. La dieta, bien gracias, pero con la cantidad de cosas que he tenido últimamente, me hace ojitos y se ríe cuando me subo. Se queda quieta la muy desgraciada.
Pero… A ver: primero estuvo la salida a comprar ropa para el bautizo de Nicolás, que nos terminó sentando el sábado en el Caramaño (se los recomiendo a ojos cerrados: comida chilena muy bien preparada y una atención de lujo; al frente del Tallarín Gordo, en Bellavista). Cuatro horas más tarde, mi cuñado el chef se lucía con la recepción que hicimos para celebrar tamaña santidad. Y uno que no es de fierro… métale sushi, brochetitas, tártaros y champaña. Porque hay que celebrar, pues! Las razones no faltan nunca, oiga. Al día siguiente, ¡zas!, se me aparece en frente una Pizza argentina. No como las argentinas; ¡ar-gen-tina! de verdad. Con muzzarella de aquellas y tal. Otro punto más para la anti-dieta. Toma. Y anoche, ni hablar. La despedida de mi jefe que se va a Estocolmo por 4 meses –y mi ascensión interina como Director Creativo por el mismo período)- nos mandó a hacer salús y a comer tablas árabes al Antojo de Gauguin. Un restorán de comida árabe/étnica/de autor que es de los mejores del recién inaugurado Patio Bellavista. Así que mi balanza sigue pegada en los 8 kilos que bajé. Quedan 4, al menos, y son los que más cuestan… Pero ya no sé si es una forma de decir, o efectivamente a los 8 kilos te empiezan a bombardear tentaciones como estas. ¿Epílogo? El lunch de hoy en el Tiramisú. Deséenme suerte. Uf. La voy a necesitar.
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