Con una guagua recién nacida, te puedes ir olvidando de salir a carretear fuerte por… mmm al menos un par de años. Pero cuando tienes una guagua y un niño de 4 años, la oferta carretera se encapsula solo en tres opciones (*). Marque una: a) comida donde amigos –sí y sólo sí tienen cable o llevas dvds-, b) comida en tu casa –sí y sólo sí cansas a tu hijo cosa de dejarlo durmiendo antes de que lleguen los “tíos”, ó… c) Salir a comer.
Y como en verano asumo mi derrota en la eterna pelea con el lado oscuro –dícese de la sombrita redondeada que tapa el borde de mis zapatos-, no me dio ni asco pescar el teléfono y llamar a la Romi para sicronizar relojes y partir al Borderío. ¿La misión? un almuerzo que reemplazara lo tarde que iba al gym y, sobre todo, el fiasco del Día de los Enamorados. (Flashback: Sibaritas de BordeRío. Atención pésima, comida reseca, precios exorbitantes que ni el pisco sour me sacó de la boca. Todo mal).
Así que fue una revancha. El mismo bati-lugar, pero otro bati-restorán. Nunca tan gil. So… veinte minutos más tarde, estaba sentado en el terracita del Sakura Fusión. Un sake sour en una mano, mi celular en la otra –ando adicto del Prince Of Persia: warrior within. Parezco autista-, y la Romi, cual película italiana, llegando por el caminito de piedras con el coche de Nicolás. Le faltaba la cámara lenta y los pajaritos. Se sentó y pedimos. Primero, un tempura de camarones. Justos, crocantes y bien porcionados. De ahí, yo seguí con unos fetuccinis de arroz con camarones, pulpo y crema que casi no fui capaz de terminar, mientras la romi comía una cesar-teriyaki-salad… para terminar con un creme brulée compartido que fue como fumar la pipa de la paz con el BordeRío. Todo perfecto. Hasta Nicolás, que se portó un siete.
Carrete dos, departamento. 22 pm. La tarde siguió con revisores y croqueras rayadas. End of the day, una ducha… y seguimos con el viernes hasta tarde. Dolape y la Coté llegan con tres vinazos y quesos varios, la Romi termina el ceviche a la Peruana (reineta, cebolla morada, choclo de grano gigante, rocoto y limón de pica), lo servimos heladito en la terraza y disfrutamos una velada rociadísima de vinos exquisitos (entre los cuatro nos tomamos un Amayana Chardonnay del 2003, un Santa Ema Sauvignon Blanc y un Tierra Andina del 2004) y conversa hasta las 4 de la madrugada. El viajero de Dolape no se aparecía en mi depto. desde diciembre, así que ponernos al día y quedar borroso por los vinos y los cubalibres finales fueron lo mismo. Y qué tanto. Si al final, la guata se baja cuando uno quiera. Pero compartir, disfrutar, los amigos y el verano… están aquí y ahora. Y no me los pienso perder. Salú.
(*) Eso, claro, si no te gusta gastar la chorrera de plata que cobra una baby sitter. Una tipa que, la mayorìa de las veces, no le dejaría ni la casa sola. Menos con mis dos personas más queridas dentro.
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