Una o dos veces al año, uno ve llegar a lo lejos una ola gigante, turbia y feroz que acaba con todo tu mundo conocido y te abduce de la playa de la cuasi-tranquilidad a las profundidades más atroces. Normalmente te suelta de madrugada. Otras veces ni eso. ¡¡Bienvenido a las licitaciones!! El agarrón de arena y agua me pegó desprevenido este año. El fin de semana –sí, el largo- muchos se quedaron trabajando… sólo para encontrarse con que la reunión se había corrido por una semana. Y que la campaña había que repensarla entera. Yo, que estuve de nanny-papá-asesor del hogar mientras la doña se iba de club de lulú playístico, tuve que hacer un “eeek, paso”… pero el segundo impacto me golpeó de lleno en la cara. Y sobretodo en el cerebro. Son las 7 y tanto del viernes, y todavía no puedo creer que trabajé todo el martes, seguí el miércoles (dormí 2 horas apenas entremedio), y terminé anoche a las 4.30 am. Destruído. Sobreviviendo a punta de cafés, pizzas y galletitas-de-reunión; viendo a mis hijos sólo via iPhoto y a mis amigos por MSN. Viéndolos. Porque no he tenido tiempo ni de escribirles algo.
Hoy me levanto, almuerzo, me vengo… y veo en el horizonte que esto no para más: Filmación a las 22. Armado del comercial. A las 10 am de mañana en la oficina. Domingo entero también.
Reventado. Agotado. Con la cabeza como una pulpa seca y pasteurizada de neuronas. Mal. Y esto sigue. Y ahí voy.
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