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Foto del escritorCristián Ritalin León

02.12

El día de mi cumpleaños partió con mi copa levantada sobre la piscina del piso 18, y gritando un “¡salud!” que fue respondido por todas las personas que quiero. Mi cumpleaños sorpresa fue sin duda el mejor de mi vida. Pero eso fue en la noche. Porque el día de mi cumpleaños propiamente tal partió con el auto cruzando la represa de Rapel a 80 por hora. A cada lado, agua cristalina. Y patos tomando el sol tranquilos. La Romi a mi lado. Y, detrás, la silla de Nicolás vacía. El silencio absoluto, de no ser por Babasónicos, Red Hot u otro CD de viaje. Una escapada en pareja, de esas que hace tiempo que no teníamos, con ocasión de la puesta de argollas de Rec & V. Un cuasi matrimonio, tan importante para nuestros friends que, incluso, no me importó que fuera el día de mi cumpleaños No.30. El karma, la fiesta del día anterior. Que ni la vi venir. Así que a 120 por la carretera. ¿El destino? Cahuil. Un pueblito de pescadores al lado de Pichilemu, a 4 horas de Santiago.

So… 4 horas y varias perdidas más tarde, llegábamos a las cabañas para dejar los bolsos y el smog, y cambiar el short por traje de baño. Todo el mundo listo para empezar la “seratta”: Una mesa a lo té club con un asado estratégicamente al lado de la piscina, un rato de relajo, saludar a los invitados… y, ya; partimos. A arreglarnos para el evento. Y claro, entre tanta locura y que los regalos del cumpleaños y el cuasi hachazo por la noche anterior, se me quedó la chaqueta y los zapatos. Así que fui el menos estiloso en esta fiesta ultra-estilosa sacada de una revista de diseño: frente al mar, en Pichilemu, un moderno lounge (“El Secreto”); muy a lo Assadi, se convirtió por una tarde en un escenario lleno de flores frescas, mesas blancas y un cielo de atardecer frente al mar que coronó una ceremonia cortita y llorada. Increíble. Y que terminó con los novios partiendo con sus anillos brillantísimos en una Victoria y el sol escondiéndose en el agua, un viento tibio como nunca visto en la playa de Pichilemu… y el desfile de empanaditas de mariscos, ceviche y cosas ricas que no paró más.


Lo pasamos increíble. La tarde dio paso a la noche. Los novios volvieron sonriendo mientras un mozo con pinta de surfer argentino armaba una fogata en la arena, a medio metro de donde tomábamos champaña. La música de chill out llenó el ambiente. Camarones ensartados en locos; quesos frescos, jugos naturales. La comida seguía saliendo. Pasteles de jaiva en miniatura, quiches; el lugar se llenaba de risas y flashes de cámaras, y nosotros poco a poco ibamos conociendo a los demás invitados. Mientras, la dueña se unió a la fiesta, bajó los sofás a la playa y yo pasé de la champaña al vino. Y torta de mazapán para acompañar la conversa. La Romi, preciosa; V, la novia más guapa que hay. Rec sin caber de contento. Luego recordé que ese mismo día había nacido su viejo, ya fallecido hace unos años, y me dejó de parecer raro que el lugar fuera tan perfecto. Que no hubiera viento. Que la luna lo llenara todo: el papá del novio también estaba invitado.

Corte. Afterhour en las cabañas. Más música, más risas, y el vino que se convierte en Cubalibres. Sale la cámara y empezamos a grabar pasos de baile y slip flops varios. Encima de todo, el relajo. Aaaaah, el relajo.

Fundido a domingo. Me despierto sin la espalda adolorida por patadas y con un sol increíble. Seguimos a Rec hasta un lugarcito donde comimos ostras (¡las mejores y más grandes que he comido en mi vida!) y empanadas de camarón bien regadas con cervezas muy heladas. Luego, una pasada rápida a la playa… Y el asado del final: Costillitas de cordero, la especialidad de la zona, y un vino blanco para acompañar uno que otro piquero tardezco.

A la vuelta, el precioso valle. Santa Cruz y San Fernando con luz del atardecer, la Romi durmiendo a mi lado y un viaje que termina con Carla Bruni cantándome suave. Un viaje de esos que te dan ganas de dar media vuelta y volver. Pero no. Mejor dejar a los novios solitos en su cabaña con vista al mar, ¿no?. Enjoy. Y bienvenidos al club.

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