Cuando chico, yo conocía a Pinochet como “el tata”. Comprensible, dentro de la burbuja en la que vivía, porque mi viejo sufrió en carne propia los embistes de la UP: a mis abuelos le expropiaron su fundo de 820 hectáreas en Curicó, cambiándoselo por unos bonos de valor fijo (en plata de ahora, unos 2.5 millones de pesos, por un fundo de casi 2 millones de dólares). Así que cuando Pinochet tomó el poder, pese a que no les devolvieron las tierras, un sentimiento parecido a la justicia les volvió a la cara. Y, con él, el odio contra la izquierda se volvió la consigna familiar. El Tata era ídolo. Todavía recuerdo el poster gigante de Pinochet instalado en una pastelería de mi abuela. O el “comunistas de mierda”, que tan fácil salía de los labios de mis parientes, mientras leían alguna noticia de El Mercurio después del almuerzo de domingo. Pasaron los años, volvió la democracia (cosa que nunca entendí porque entre mis conocidos el “Sí” ganaba lejos) y se empezaron a destapar las cosas. Detenidos desaparecidos, abusos de poder. Torturas. Corrupción. Y yo veía esto siempre desde lejos. Siempre como espectador. Con el mismo interés que pones en un libro o una película. You not me. Hasta que conocí a una chica cuyo papá había desaparecido cuando ella tenía menos de 3 años, y le empecé a ver la cara a los desaparecidos. “Nah, seguramente hizo algo”, me aclaraban mis tíos. “O capaz que desapareció porque quiso y ahora vive feliz de la vida en Francia, como el marido de la Gladys Marín”, decía mi nana. Nada era cierto. Todo era manejo de los medios. El tata seguía siendo ídolo. A una prima de mi mamá la torturaron los de la Dina, y el tata seguía siendo ídolo. Yo era compañero de curso de la hermana de Anfruns, y el tata seguía siendo ídolo. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Anfruns. Dignidad. El Riggs. Destape. Ahora la casa gigante de Lyon donde todos nos juntábamos los domingos, mutó a un departamento donde vive mi abuela sola con su nana. Los ecos de “comunistas de mierda” se convirtieron en las risas de niños cuando la casona se pintó de rojo y blanco y se volvió un jardín infantil. Que –cosas de la vida- queda justamente a tres pasos de mi departamento. Vivo al lado de donde viví toda mi niñez dominguera. La casa de mis abuelos la paso todos los días en mi moto, y todos los días me acuerdo de esa época. De los curantos y del pollo al coñac. De las coca-colas de litro… y del “tata”. Ese tata bueno, que hizo lo que tenía que hacer para protegernos. El ídolo. Ayer Pinochet (no el tata) se echó la culpa por todo lo que pasó, quitándole mérito a los delitos de su señora y su hijo, y yo pensé “claro, es fácil hacer algo así cuando estás con fuero. Por mi y por todos mis compañeros. Leru leru”. Fresco de raja. Que rabia. Ojalá el tata estuviera aquí. Lo haría pagar por todo lo que ha hecho, como lo hizo con los comunistas de mierda.
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