Ayer soñé con mis amigos. Mis antiguos amigos. La patota que tenía cuando ibamos en la universidad y yo tenía un destartalado chevette azul del 82 (bautizado aleatoriamente como “Pitufo” o “Jurassic Car”) en el que los acarreaba a todos. Aunque a veces eran ellos quienes terminaban acarreándolo a él, con los pantalones arremangados, cuando Bilbao era una península. Fue una época de carretes en la plaza San Enrique; de tomateras mechonas. De trasnoches estudiando o recortando o manchados de plumones de colores o comiendo un combo del KFC, con las manos llenas de cemento caucho y latas de Pepsi arrumadas. De salidas a la playa. De onces hechas por “la tía” y películas de cine arte. Fue una buena época. Felicidad absoluta. 4 años en los que tu máxima preocupación era la prueba del viernes o el trabajo del martes, o si usàbamos los Freepass del Buddha o de La Playa. En mi caso, claro, súmale la preocupación de estar quedando calvin. Pero bueh. Era lo de menos. Eramos todos felices. Pero en algún momento, el grupo que éramos, poco a poco se fue desgranando cual choclo. Yo me ahuevoné por unos meses por estar pololeando y perdí buenos carretes de soltero. Pero volví. Justo cuando otro se estaba transformando en un barsa absoluto que nos tenía de taxi y bancomático y que solito se fue separando del grupo. Otro, repitió tantos ramos que, pese a que hasta hace poco tiempo seguimos siendo yuntas, tuvo un cortocircuito con el mundo real y, tras 10 años en busca del cartoncito, lo sacó y se encerró en su guitarra y su gimnasio. Así que todo lo que te podía contar en el día era “toqué guitarra y fui al gym”. N-a-d-a m-a-s. Cero aporte. De hecho la última vez que pasé por su departamento y le comenté que estaba abajo en la bicicleta con mi hijo, me dijo “aaah, ya”. Y ni se dignó a bajar a saludar, o algo. Ignoritus absolutus. Sad. El último de la manga, y a quien consideraba mi mejor amigo, se fue un día a Barcelona y nunca volvió. Tampoco dejó email ni dirección ni nada, así que supongo que seguirá vivo. Nisiquiera se despidió, siendo que la despedida iba a ser en mi depto. No fue. No supe. No lo vi. No nada. Lo poco y nada que supe, y estoy hablando al año 2 o 3 de su ida eterna-, fue por el otro de mis amigos (el de la guitarra). Según él, my so called friend se enojó conmigo una vez que vino a Santiago –sus papás se habían ido al sur hace poco- y me pidió que lo dejara quedarse un tiempo en mi depto. ¡Obvio que sí!… pero como estaba en una de esas semanas de trasnoche full, métale pega y presentaciones veraniegas, y mi otro amigo estaba mirando el techo, (y tocando guitarra y yendo al gym), le comenté que a lo mejor lo pasaba mejor con él, que estaba de vaga-ciones. “Ok, no problem…”, me dijo. Y quedé tranquilo con eso. …hasta que me di cuenta que nunca más supe de él. Que se había ido sin despedirse. Que, pese a todo lo amigos que éramos, no fue capaz de decirme “puuuta, gueooon, como tan mala ooonda”, o lo que fuera. ¡Porque de verdad que no lo hice de mala onda! Y de verdad que me dolió que lo tomara así. Y de verdad que lo echo demasiado de menos. Anoche soñé con mi grupo de amigos y desperté con un nudo en la garganta. Y me pregunté por qué se separa la gente. Por qué los amigos dejan de serlo. Algunos porque cambian. Otros, justamente porque no lo hicieron. Madurez, tiempo, trabajo… Estupideces que hacen que te despiertes un día buscando tu agenda para llamar a tus amigos, cuando sabes que los teléfonos que tienes ya no sirven, o “sabe que ya no vive aquí” o “este número no tiene teléfono” y no puedes hacer nada para remediarlo. Nada.
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