La única lata de dormir en una pieza total y absolutamente blanca –desde las lámparas hasta el plumón; de las sábanas a las cortinas- es la despertada. Tu primera pregunta apenas abres los ojos es quién cresta me está sacando una foto y por qué le pusieron flash a las 9 am. Luego te levantas, corres las cortinas y te encuentras con esto:
Higuerillas. Sábado. Desayuno en la terraza (de esos que haces con calma; huevos con bacon, café recién hecho, jugo de naranjas, tostadas), el diario a un lado, los veleros a lo lejos… y yo riéndome de la Romi en su estado de máxima realización: en su rol de dueña de casa y madre de no-se-cuántos (los pololos y amigos de mis primos, adolescentes todos, entran y salen; no alcanzo a conocer ni a la mitad), mientras mis tíos zarpan en el yate hasta mañana. “Están en su casa”, nos dicen. Y qué más se le puede pedir a un sábado: un día increíble –abrió tipo 3-, un picoteo bien conversado con la Romi, con una vista espectacular al mar; más tarde, subimos a la piscina de la azotea con Sebastián (¡que ya aguanta 5 segundos bajo el agua y se tira piqueros con sus alitas!), donde jugó con los niños del edificio mientras yo leía a Cortázar… y, de postre, ver el atardecer en esta terraza increíble… y pizzas & película para terminar el día. Con sábados como este, quien quiere fomingos.
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